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ISSN 1989-4163

NUMERO 04 - VERANO 2009

 

Transfiguración

Adán Echeverría

 

Todos los días han sido diferentes para Niza. No hay rutinas. Por los corredores se la pasa fumando y bebiendo agua en vasos desechables. Un sorbo de humo y un trago de agua a cada momento. El humo pasando de la boca a su nariz y hacia los ojos, siempre enrojecidos. Ella se levanta a comer de madrugada, ratoneando por la cocina hasta hartarse. Sobrepasa unos quince kilos su peso normal.

En ocasiones se queda de pie, por horas, junto al álamo del patio de la casa, o bien sube al techo y se acuesta desnuda para que el sol le muerda las piernas. Puede sentarse en la terraza a ladrar a los perros que pasan por la calle o a tirar piedrecillas a los camiones de pasaje.
Nunca ha atentado contra su vida, ¿para qué?

Cuando vienen visitas a la casa, ahí está ella mirando a las personas y participando de las pláticas. Con una soltura que sorprende, puede hablar de cualquier tema. Pero algunos días no se levanta ni para ir al baño, anochece y hay que limpiar el batidero que deja en la cama con sus pestilencias.

Años de terapia, circulando en horarios de pastillas, sin creer en la volatilidad de los medicamentos.

Cuando su madre se harta de verla caminar desnuda por la casa, untar las paredes con pintalabios, sentarse en el suelo del baño a comer sus excrementos, resulta sencillo doparla y llevarla a su cama. Es un estorbo.
A sus treinta no es la sombra de aquella joven hermosa que estudiaba mercadotecnia.

Cuando me hice novio de Mirna, le fue difícil hablarme de su hermana. Días después de que estuve presente en uno de los continuos ataques, mi novia quiso enseñarme una foto de su hermana donde aún podía vérsele linda y en paz. Llevaba puesto aquel vestido rosa y permanecía sentada sobre una piedra grande en la inmovilidad del tiempo que el papel fotográfico logra detener. Niza remojaba los pies en el agua de un río, reía de forma diferente a la de ahora, sin esa agitación que ahora se le presenta en los ojos.

Apoyé a Mirna y logramos convencer a su madre que esa fotografía, incrustada en su marco de madera, debería estar en la pared de la sala, frente al sofá, como un buen recuerdo de los días de tranquilidad de Niza.
Desde hace unos días, en la revolución de su mente, Niza comenzó a quedarse largo rato mirando el televisor cuando este se encuentra apagado. Una ocasión me pareció ver que lo encendió sólo con mirarlo. Luego mira la fotografía en la pared y acaricia su imagen.

También se queda observando con detenimiento cada uno de los ladrillos del piso de la casa, uno por uno. Se tira al suelo y se va arrastrando hasta recorrerlos todos, y va dejando un rastro de colores. Al principio creímos que se trataba de sus orines, pero las tonalidades pastel de esos líquidos, que poco a poco se volvieron gelatinosos nos hizo odiarla más. Más de una tarde, después del paseo por el piso de la casa, su madre la zamarreó de los cabellos, intentando quitarle esa sonrisa estúpida de la cara, mientras la atábamos a la cama para pasar la noche.

De cuando en cuando los ojos se le ponen en blanco, y cuando volteas a verla para saber si no ha sido la imaginación, Niza te mira fijo y ríe agitada, como una hiena.

Esta tarde su madre fue a surtirle sus medicinas. Mi novia se sentía enferma, con calentura, y se ha quedado dormida en la habitación.

Estoy en la sala cuidando que mi cuñada no vaya a salir a la calle.

Viene hacia mí y me quedo ahí sentando, mirándola. Me pide un cigarro, se lo doy y le ofrezco la flama del encendedor. Da una chupada larga mientras cruza las piernas acomodándose en el sofá sobre sus muslos, en posición de flor de loto.

Escupe el humo en mi rostro, mientras veo el hormigueante color de esa vellosidad casi transparente del pubis. Comienza a reír, y puedo distinguir esos rastros de lo hermosa que un día fue. Con el humo escurriendo por los dientes amarillos dice: He decidido probar ir en contra de todo y hacer lo que se me pegue la gana.

Aprieta con los labios el cigarro. El humo va elevándose circundando su rostro.

Coge el cigarrillo con los dedos para mirarlo y se transfigura en humo. Toda ella comienza a dar vueltas por la sala, pegándose en las paredes, subiendo por el techo. Sus ojos permanecen risueños en la niebla. Me repliego contra el sofá y todo el humo que la conforma viene hacia mí. Vuelvo a reconocer sus labios.

Se eleva y se va a refugiar al televisor que se enciende. En la pantalla hay un campo cubierto por hierba y al fondo un río que deja escuchar su recorrido. Miro la fotografía, frente al sofá en que me encuentro. Desde el fondo se levanta la mujer con su vestido rosa y comienza a correr amaneradamente hacia el primer plano. Niza con muchos años menos, el rostro limpio y sin manchas.

El televisor va cambiando de imágenes para mostrarme su memoria intacta. Ella desde la fotografía se asoma, ríe ante los recuerdos que se precipitan en la pantalla. Las imágenes de su primer día de escuela, la pubertad y el éxtasis, desfloramiento, vómitos, encierro, la niebla de hoy, yo con cara de asustado y de nuevo la niñez de Niza.

Mirna aparece de pronto en la sala. La desperté con el grito que di al ver a su hermana transformada en humo. Camina somnolienta y cuando pasa junto al televisor lo apaga. Niza desde la fotografía mira a su hermana y regresa a sentarse sobre la roca junto al río. Parece enojada.

Mi novia se sienta sobre mis muslos, se acurruca en mi pecho y comienza a besarme la barbilla. Estoy excitado y hay que aprovechar antes que su madre regrese de la farmacia.

Transfiguración
 

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